Modo avión.

 

Hoy me levanté con un golpe de optimismo, una extraña sensación que hace mucho creía perdida.

Amanecí solita gracias al famoso “despertador biológico” que últimamente indica que mi hora de descanso finaliza entre las 7 y 8 de la mañana (#VejezComingSoon), lo cual, a pesar de considerar que podría extenderse un poco más, agradezco porque me permite disfrutar más el día. Día laboral, pero día al fin.

Lo extraño fue que me desperté del otro lado de la cama, aquél lugar que para alguien que duerme sola hace años es considerado Alaska, Siberia o, si querés más cerca, el Perito Moreno, pero me di cuenta de que no estaba tan mal. ¿Será que el haber sido cuchareada por la almohada me había dado una mejor experiencia en dicho lugar? En fin, me destapé y arranqué.

Mientras repetía mi rutina de yoga matutina, comencé a pensar en todo aquello que me afligía en los últimos días y, sin tener una explicación concreta de cómo sucedió, empecé a mirarlo desde un punto de vista alentador.

El punto de partida fue ver el carry on contra la pared y tomar dimensión de que en unos días volveré a volar. Ojo, no soy azafata ni piloto, sino que después de un año durísimo y restringido por la “bendita” pandemia volveré a sentiré esa adrenalina que trae el viajar en avión y, por sobre todas las cosas, disfrutaré de la paz mental que sólo te dá el “modo vacaciones”. Como si se tratase del cambio de chip en un celular, el “rajar” de la rutina diaria te hace sentir diferente y te invita a dejar los conflictos en casa para que se vayan resolviendo solos mientras vos disfrutás de una realidad diferente.

Y en ese pulso optimista que se iba generando mientras hacía el saludo al sol y los acordes de “Some Broken Hearts Never Mend” de Dom Williams atravesaban las barreras de mis oídos, comencé a repasar cada uno de mis problemas dándome cuenta de que doy todo y más, porque a veces me gana la ansiedad, aquella que después me termina jugando en contra invadiendo con pensamientos pesimistas.

Que hay cosas que es mejor aceptarlas como son para vivir en paz con uno mismo y disfrutar del “aquí y ahora”. Que no puedo hacer que los demás sientan lo que a mí me gustaría. Que la vida es un 50–50, 50% de aquello que podemos hacer y depende de nosotros, y el otro 50% del entorno, terreno que no podemos manejar, pero que nos sorprende a diario. Solo es cuestión de estar abiertos a sorprenderse y tener la capacidad de “pegar volantazos” en caso de ser necesarios. Que está bien cuestionar y no estar conforme, porque de eso se trata la vida (mi vida): de buscar la incomodidad para seguir aprendiendo ya que en se encuentra lo más bello de este mundo.

Y si bien pueden parecer conclusiones muy filosóficas para las 8 de la mañana (soy de esas personas cuya productividad es mejor a la mañana que a la tarde), aplican a cada problema puntual que cualquiera de nosotros se esté cuestionando en estos momentos. Si me leyera mi psicóloga creo que estaría orgullosa de que piense así sea en el momento que sea.

Pero estamos todos de acuerdo en que la parte más difícil de todo esto es llevar esas hermosas frases a la práctica, ¿verdad? Cuando vuelva, sin dudas, los problemas estarán ahí esperándome detrás de la puerta de “arribos” en Ezeiza, con un gran cartel que diga mi nombre para llevarme a casa. Pero aspiro a que se encuentren con alguien diferente, que no reconozcan y que los invite a desaparecer al recordar que cuando todo parece gris, un despertar diferente puede hacer que cambie de color.


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