¿Qué se siente?
08:00 hs, me siento rara. Estoy
cansada, pero no lo suficiente como para volverme a acostarte. “Seguro que es
estrés por la cantidad de calls que tuve ayer”, lo subestimé. Me preparo un té
bien calentito, de esos con miel, limón y menta, y estoy lista para arrancar.
17:00 hs. Llueve. Quiero llegar a
casa. Finalmente estoy sentada en El uber, pero me estoy mareando y ahogando a
la vez. No puedo más, estoy muy cansada.
17:45hs, 38ºC marca el
termómetro. “Seguro es estrés”, vuelvo a negar, “pero por las dudas le aviso a
mamá”.
Los días siguientes la fiebre no
me dió tregua. El termómetro siguió clavado en 38, 38.5 y 38 otra vez, cediendo
sólo ante el efecto del paracetamol que servía como placebo para aliviar el
dolor intenso del cuerpo durante algunas horas. “Uh! Los abuelos. Tengo que
avisarle a Maru. ¿A quién más vi?.” comencé a pensar. Me angustiaba el hecho de
saber que existía la posibilidad de haberme contagiado covid. “Pero ¿cómo?
cuándo? dónde?...para qué pensar, ya está. Mejor me voy a hisopar”
“DETECTABLE” decía el informe y
ahí fue cuando me invadió la culpa y la angustia me cerraba aún más mi
garganta. “¿Entonces tengo?” pregunta que fue aclarada por la médica amable que
me llamó 5 minutos después.
“Quedate tranquila que va a estar
todo bien. Tenes que registrar tus síntomas y vamos a ir haciendo el
seguimiento”. Me llamaron al otro día y después, al siguiente ya no. Me
asusté. Flashee con la idea de que podía ser neumonía. Me hacía nebulizaciones
“por las dudas”. Me volví a asustar. No tenía un número al cual llamar ni
fuerzas para pelear con la obra social, tenía las defensas muy bajas, solo
quería seguir en el sillón y dormir aunque me costara encontrar la posición por
los dolores. Reclamé por mail, llamé a un número X de emergencia donde me contestaron
“ya te van a llamar. Estamos saturados”. No podía hacer más nada, solo esperar.
Pasaban los días y el termómetro
empezó a darme tregua a pesar del dolor, el monoambiente se convirtió en un
anfiteatro lleno butacas cargadas de mensajes de aliento, llamados extensos y
seguimiento diario de personas desinteresadas cuyo único fin era hacerme sentir
mejor y saber que no estaba sola en esto. Recibí viandas, MUCHAS, porque el
apetito no lo perdí jamás, dibujitos de los más pequeños que sólo me hacían llorar
de alegría, fotos de Chris Hemsworth, Seba Dominguez y tantos otros potrazos
que me estaban esperando afuera (?). Amor. Mucho amor.
El Tio, la Tia. Papá, Mamá,
Bruno. Las primas. Conforme pasaban los días, los “caídos” se iban sumando.
“Esto es así” pensé, pero lo único que deseaba es que todos la pasaremos lo
mejor posible. Recé mucho, porque en momentos como este la religión aparece a
pesar de no practicarla demasiado. Recé por todos. Recé por mí.
Prendí un sahumerio. No tiene
olor, no puede ser. Lavandina, alcohol, vinagre, café, no siento nada. ¡Guau!
No tengo olfato. Perder uno de los sentidos es algo rarísimo porque por más que
te esfuerces en distinguir el olor de la mezcla más fuerte del mundo, los
aromas son indescifrables para tu cerebro. Y dicen que esto tarda en
recuperarse :(
Día 7, 8, 9. Todos los días son
diferentes entre sí. El ánimo va en aumento y el dolor empieza a ceder. De a
poco vuelvo a percibir algunos aromas, al acercar mucho mi nariz a ellos. Las
ganas de salir golpean mi puerta haciendo que la ansiedad crezca con ellas.
Día 10. 08:00 hs. Mensaje del
bot “Amanda”: “Hola, ya tienes disponible tu alta epidemiológica. De
acuerdo a la información brindada por usted en el enrolamiento de nuestro
asistente digital de salud (AMANDA), en referencia a su fecha de inicio de
síntomas y a su sintomatología, le enviamos a continuación su certificado de
alta epidemiológica.”
Me explota el corazón. Desperté a
todo el mundo, necesitaba compartir la noticia. Llamé a mis abuelos y con
lágrimas en los ojos les dije “mañana vuelvo a trabajar ahí”. La emoción
invadió mi día.
Pisé la calle con temor, dudas y
sentimientos encontrados. “¿Cómo se hacía esto?” dudé, pero luego me dije “con
confianza Anto, con confianza.”
Subestimamos cada síntoma que aparece. Nos creemos médicos capaces de automedicarnos ante el primer dolor de cabeza que tenemos echándole la culpa al estrés. Nos engañamos creyendo que es cualquier otra cosa, con tal de que la idea del Covid no entre en nuestra mente. Pero cuando la fiebre no cesa por días, el dolor de cuerpo te abraza y se acomoda en tu cama y el hisopado confirma esa vaga idea, te das cuenta de que la “bala” atravesó el chaleco del “yo no me contagio” y entendes que todos estamos expuestos, que cada cuerpo reacciona diferente y que nadie tiene la culpa de haberse contagiado. A todos nos va a tocar alguna vez, nadie está exento, pero no por eso dejemos de cuidarnos. No por eso, dejemos de vivir.

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