"Uf, ¡qué difícil!"

 

Y con esa frase desvió su mirada hacia el frente porque no podía permitirse derramar frente a ella aquellas lágrimas que se acumulaban en sus ojitos marrones.

“No es fácil hablarte de eso”, mientras apretaba el almohadón que abrazaba desde el instante en que llegó.

“¿Por dónde empiezo?”, continuó. Estaba claro que quería abrir su corazón y contarle ese pesar que no le daba respiro y mataba lentamente. Pero algo lo frenaba, una angustia que lo llevaba a hacer pausas largas y que lo hacían incapaz de verbalizar una oración completa.

“Está bien, no tenemos que hablar de eso si no querés, pero sabes que acá estoy, siempre” le respondió ella. Esta frase desencadenó su monólogo en donde la angustia, la frustración, la inseguridad y el optimismo se disputaban el primer lugar, en un vaivén interminable de expresiones incapaces de ser refutadas por la hermosa persona que acariciaba su mano, mientras mantenía su vista firme.

Por primera vez en mucho tiempo él se sintió vulnerable. Sabía que cada palabra que saliera de su boca podía condenar su relación, pero no permitiría que esa angustia gobernara su corazón, o peor, que la lastimase. Necesitaba resolver al menos una parte de todo lo que lo afligía por ese entonces e intentar ponerse de pie. Era consciente del lenguaje corporal que ella manifestaba con cada una de sus palabras y, a pesar de ello, eligió ser sincero.

Del otro lado del sillón ella mostraba una mirada observadora y se cuestionaba cada palabra, sacando conjeturas que se contradecían constantemente. No podía seguirle el hilo, no tenía el coraje de interrumpirlo ni siquiera para emitir su opinión. Sintió ganas de abrazarlo, pero recordó el consejo que le habían dado (“dejá que hable y que te diga lo que tiene para decir. Dejá que el final te sorprenda”.) Pero quería abrazarlo igual y no lo hizo. Sólo se limitó a apagar su interruptor mental, escuchar su pena y tomarlo de la mano esperando que él sienta al menos algo de todo el amor que alguna vez, ella le quiso expresar.

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